LA
NAVIDAD DE LOS ESQUIROLES.
Joan
Antoni Fernández
El policía alzó la mirada y
observó al hombre esposado que tenía ante él. Se trataba de un
individuo de edad avanzada y complexión enorme, vestido con un
estrambótico traje de color rojo, desgarrado por los cuatro
costados. La cara del detenido era mofletuda, con el cabello
desordenado y una barba enorme que tal vez bien lavada hubiera sido
blanca. Como remate, lucía un ojo amoratado mientras el otro, de un
azul intenso, miraba al agente con rabia contenida.
—Papá Noel, ¿no le da
vergüenza? —le recriminó el policía.
—¡No veo por qué!
—exclamó el detenido—. ¡Las leyes laborales me amparan!
Vosotros no podéis detenerme estando en ejercicio de mis
prerrogativas sindicales. ¡Mantengo una huelga legal, esto es un
atropello!
—Pero, ¿y los niños?
—el funcionario le amonestó con tono reprobatorio—. ¿Ha pensado
usted en los pobres niños? Si no trabaja esta noche, la chiquillería
mañana no tendrá juguetes.
—¡Por supuesto, el
típico argumento coercitivo! —el viejo se sulfuró—. ¡Según
eso, yo no tengo derecho a declararme en huelga! ¿Cómo puedo
presionar a la empresa, entonces? Claro, me limito a aplicar los
servicios mínimos y regalo sólo juguetes Made
in Taiwán,
¿verdad? —El hombre se sulfuró todavía más—. Hace demasiado
tiempo que mis demandas son ignoradas, que no me toman en
serio. ¡Pues basta ya! ¡Se acabó! A partir de hoy me declaro en
huelga de brazos caídos. No habrá ningún regalo ni juguete en todo
el mundo mientras no se acepten mis reivindicaciones.
—¿Y no puede esperarse
hasta mañana? ¿Qué más le da por un día?
—¡Qué gracia me haces,
muchacho! Mañana no podría hacer ninguna presión, lo sé muy bien.
Cada año se repite la misma historia: me prometéis entablar un
diálogo para estudiar mis reivindicaciones, pero una vez ha pasado
Navidad nadie quiere saber nada. ¡Ya basta! ¡O me concedéis todo
lo que pido ahora mismo, o no reparto más regalos!
—Bien, pero entonces
otros harán su trabajo.
—¡Y un cuerno! ¿Quizás
pensáis que mis juguetes los puede repartir algún comando del
ejército? ¡Ni hablar! Mis renos han formado piquetes y no dejarán
que ningún militar coja mis bolsas, ni que se acerque a ninguna
chimenea mientras no pactemos un convenio en condiciones. Además,
también el tió
en Cataluña se ha solidarizado con nosotros, dice que su tarea es
muy dolorosa y quiere un plus de peligrosidad. Y el olentzero en el
País Vasco. El pobre está harto de hacer siempre el trabajo sucio.
—¿Y qué desea usted
para deponer su actitud?
—Así está mejor
—dijo el hombre con satisfacción —. Queremos mejoras
sustanciales en nuestro contrato: exigimos vacaciones pagadas cada
veinte años, un plus de nocturnidad y el pago de las horas
extraordinarias. También el alta a la Seguridad Social con derecho a
pensión y a asistencia sanitaria, un trineo nuevo con aire
acondicionado, airbag y ABS...
—¡Oiga, jefe! —le
interrumpió el agente—. Yo no puedo darle todo eso. Sólo tengo
órdenes de encerrarle en una celda si ahora mismo no se compromete a
repartir los juguetes esta noche, como siempre ha hecho. Usted mismo.
—¿Pensáis que me
asustaré con tan burdas amenazas? Pues ya me puedes encerrar cuando
quieras, pero te advierto que mis renos han bloqueado todas las
chimeneas. ¡Ningún niño recibirá sus regalos de Navidad si no
llegamos a un acuerdo!
El policía levantó los
ojos con resignación mientras sujetaba a Papá Noel por el brazo.
—Muy bien —masculló—.
No me deja otra alternativa; prepárese a pasar la noche de Navidad
en el calabozo.
El enfurecido Papá Noel
permaneció detenido en comisaría durante trece largos días. Al
fin, cuando ya había empezado su segunda huelga de hambre
consecutiva, los policías parecieron ceder en parte y accedieron a
liberarle.
—Seguro que los niños
sin juguetes os han hecho cambiar de opinión, ¿verdad? —preguntó
satisfecho.
—Por nosotros, como si
no quiere repartir nunca más y lo deja. Ya tenemos a alguien que
trabaja mucho mejor que usted.
—¿Eh?
El pobre y famélico Papá
Noel salió a la calle donde sus renos lo esperaban con aspecto
compungido. La derrota se intuía en el ambiente.
En aquel mismo instante un
montón de sombras danzantes se reflejó en la esquina. Enormes
figuras se movían al otro lado de la calle, acompañadas por una
gran algarabía y griterío infantil. Papá Noel abrió los ojos
asombrado al reconocer algunas de aquellas siluetas: se trataba de
camellos.
—¡Maldita sean! —gritó
furioso—. ¡Son esos presuntuosos Reyes Magos! Por supuesto,
siempre han sido muy amigos de las altas esferas… ¡Hasta tienen su
convenio aparte!
Para su desgracia, Papá
Noel no había contado con aquellos esquiroles.