LA PIEL
Joan Antoni Fernández
Un repentino crujido hizo que Amelia se despertara bruscamente en mitad de la noche. Inquieta y anhelante, abrió los ojos para entrever bajo la luz de la luna una fantasmal danza de ramas ante su ventana. Tiritando de forma convulsiva, la muchacha se encogió dentro de las sábanas sintiéndose aplastada por el ominoso silencio que la envolvía. Y entonces, de repente, llegó hasta sus oídos un seco chasquido de madera vieja que la hizo estremecer de ansiedad. ¡Alguien estaba subiendo por las escaleras!
¡No podía ser verdad, lo que le explicara el doctor Ezequiel era imposible! Notando el corazón latir con frenesí dentro de su pecho Amelia se levantó de un salto del lecho y corrió hasta la puerta de la habitación, cerrándola con rapidez y echando el cerrojo. Asustada, apoyó la espalda contra la madera mientras aguzaba el oído y contenía su agitada respiración para oír mejor.
Clac. ¡Otro crujido! La joven retrocedió en la penumbra con los ojos dilatados por el espanto. Rápidamente se quitó el camisón y se vistió con manos temblorosas. Se puso un jersey y unos tejanos, calzándose las zapatillas de tenis. Apenas se había atado el último cordón cuando notó como el pomo de la puerta giraba con enervante lentitud. El cerrojo resistió y se oyó un golpe seco cuando alguien desde el otro lado chocó contra la puerta cerrada. Amelia lanzó un grito de miedo y retrocedió asustada hasta topar con la ventana. Dominada por un temblor incontrolable la joven descorrió el pestillo y abrió el batiente, viéndose azotada por la fría brisa nocturna del exterior.
Las ramas de un roble majestuoso se mecían solemnes a poca distancia de ella, como invitándola a salir. Un nuevo golpe contra la puerta, más fuerte y rabioso, la decidió al fin. Cada vez más agitada la muchacha se subió al alféizar y, sin dudarlo, saltó hacia el árbol. Sus manos se cerraron sobre el grueso tronco mientras infinidad de hojas y ramas pequeñas azotaron su cuerpo sin piedad, desollándole los brazos e hiriendo su rostro. Sin prestar atención a semejante castigo Amelia comenzó a descender hacia el suelo con rapidez, respirando a grandes bocanadas y dominada por una acuciante ansiedad. No tardó en alcanzar el césped que rodeaba al roble y cayó sobre la tierra con las manos laceradas y los brazos cubiertos de pinchos.
Entonces, proveniente de la ventana que acababa de abandonar, surgió un grito inhumano preñado de rabia que heló la sangre de la muchacha. Sin poder evitarlo alzó la cabeza y, bajo la tenue luz de la luna, distinguió recortada en la oscuridad una sombra en la que sólo eran perceptibles un par de ojos incandescentes como brasas que parecían mirarla con perversa intensidad. Amelia gritó a su vez dominada por un pánico cerval y se levantó con rapidez para salir corriendo a través de la noche, huyendo de aquella cosa macabra que seguía rugiendo a sus espaldas. ¡Dios mío, ojalá pudiera escapar de aquel maldito lugar cuanto antes!
Corrió sorteando las sombras que se cernían sobre ella, tropezando y cayendo para volverse a levantar, dominada por una angustia como nunca antes había experimentado. Sabía que estaba en peligro y no podía detenerse si quería conservar la vida y la propia cordura. Entonces, surgiendo de la nada, una mano fría y huesuda atenazó su brazo y la hizo detenerse en seco, casi derribándola por la brusquedad. Amelia gritó de nuevo mientras era zarandeaba con violencia.
—¡No grite, maldita sea! —masculló una voz herrumbrosa en su oído—. ¡Soy yo, el doctor Ezequiel! ¡Va a lograr que nos descubra a ambos!
—¿Ezequiel, es usted? —La muchacha se tranquilizó un tanto y bizqueó tratando de reconocer en medio de la penumbra el rostro anguloso del médico—. ¡Dios mío, tenía usted razón! ¡Ella ha vuelto, está aquí y viene a por mí! ¡Ayúdeme a salir de este lugar, se lo suplico!
—¡Ah, mi niña! —El médico dejó escapar una risa breve y áspera que puso a Amelia los pelos de punta—. Tenía usted que haberme escuchado antes, ahora sólo hay una forma de aplacarla, lo sabe usted muy bien. Por eso he venido.
—¡No! —Amelia sintió una nueva punzada de pánico en su pecho—. ¿No irá usted a...? ¡Por Dios, no sea cruel, ayúdeme!
—Demasiado tarde, pequeña —mientras Ezequiel hablaba de su mano libre surgió un destello frío y metálico—. Ahora tendrá usted que pagar el precio.
—¡No, no! —La chica jadeó completamente aterrorizada.
El estilete trazó una amplia curva en el aire y cayó en picado, buscando con saña el cuerpo de la joven. Entonces el frío de la noche pareció retroceder ante el calor de la sangre que comenzó a derramarse sobre la tierra.
Todo había empezado dos años atrás, en un hospital. Cuando Amelia recuperó el sentido su olfato se vio anegado de un dulzón aroma a desinfectante. En cierta manera se sentía lejana y embotada, como si su cuerpo estuviera flotando dentro de una bañera repleta de agua. No notaba nada, era como si sólo tuviera mente y ojos. Recorrió con la vista el lugar donde se encontraba y poco a poco fue comprendiendo que se hallaba tumbada boca arriba sobre un lecho. La habitación estaba pintada de blanco, de ese blanco aséptico que sólo existe en los hospitales.
—¡Dios mío! -exclamó sin apenas poder mover los labios.
Un leve movimiento a su lado la hizo comprender que no estaba sola. Frente a ella apareció una figura de blanco, una enfermera que la miró con cierto aire profesional que trataba de transmitir una falsa sensación de simpatía.
—Hola, ¿ya te has despertado? ¿Cómo te encuentras?
—No... no siento mi cuerpo.
—Eso es normal, estás sedada, cariño. No te preocupes por nada, ahora estás en el hospital y tienes a los mejores médicos atendiéndote.
—¿Qué me ha pasado?
—¿No lo recuerdas?
En el acto todo estalló en su memoria. ¡Las llamas! El edificio donde trabajaba se había incendiado y ella quedó atrapada en el ascensor. Recordaba el calor, el humo que se arremolinaba ante ella, penetrando en sus pulmones y asfixiándola. Se veía a sí misma caer de bruces al suelo, jadeando desesperadamente en busca de una imposible bocanada de aire fresco. Y luego, antes de perder el sentido, una llama roja, incandescente, que brotaba por debajo de la puerta y se acercaba hasta ella, lamiéndole con avidez el brazo. ¡Ay, qué dolor, qué terrible dolor!
—Tranquila, cielo, no te agites o será peor —la enfermera se inclinó sobre ella y comenzó a aplicarle una pomada sobre el torso.
Amelia fue consciente por vez primera de que tenía todo su cuerpo vendado por completo. Sólo los ojos permanecían al descubierto. Entonces, horrorizada, comprendió al fin lo que había sucedido. ¡Estaba quemada, el fuego la había alcanzado en el interior del ascensor abrasándola sin misericordia!
—¡No!
—Tómalo con calma, querida —la enfermera siguió aplicando con delicadeza la pomada por encima de las vendas—. Después de todo lograste salvar la vida, no lo olvides, lo demás sólo es cuestión de tiempo.
De súbito la puerta de la habitación se abrió con brusquedad y un hombre de mediana edad, de semblante pálido, cabello cano y pómulos prominentes penetró deteniéndose a los pies de la cama.
—¡Vaya, por fin se ha despertado usted! —exclamó con voz profunda—. Soy el doctor Ezequiel y llevo su caso.
—¿Cómo... cómo estoy, doctor?
—No muy bien, la verdad —el médico lanzó una mirada a la enfermera—. ¿Ha terminado usted ya con las curas? Quisiera hablar en privado con la paciente.
—Continuaré más tarde —la enfermera dejó la pomada sobre la mesilla y salió de la estancia con rapidez. Ezequiel guardó silencio hasta que la puerta se cerró de nuevo, aislándoles a Amelia y a él del resto del hospital.
—Bien —dijo con un suspiro mientras se acercaba a la cabecera de la cama—, voy a ser completamente sincero con usted. En estos momentos se encuentra plenamente sedada, pues sufre quemaduras de segundo y tercer grado en más de un ochenta por ciento de su cuerpo. El hecho de que haya salido con vida de semejante percance puede decirse que es casi un verdadero milagro, pues apenas logramos parar a tiempo el shock hipovolémico mediante la transfusión de gran cantidad de plasma. Pero lo peor de todo es que, si usted sobrevive a las quemaduras, su cuerpo entero quedará prácticamente irreconocible, convertido en un verdadero guiñapo. Tendremos que realizar infinidad de trasplantes de piel, injertando gran cantidad de tejido liofilizado que conservamos en soluciones de plasma a una temperatura de ochenta grados centígrados bajo cero y deshidratados al vacío, complementándolo todo con cirugía plástica, especialmente en el rostro. Todo eso será muy caro y doloroso, además de que existe el peligro de rechazo. Su futuro no es nada alentador, créame.
—¡Dios mío! —Amelia parpadeó asustada sintiendo que su vida entera parecía hundirse en un pozo sin fondo.
—Pero no todo está perdido —el médico alzó una mano huesuda reclamando su atención—, si me he permitido reanimarla contra el consejo de mis colegas es porque tengo una oferta que puede ser interesante para usted. Si acepta mi ofrecimiento, yo me comprometo a dejarla como nueva en un tiempo relativamente corto y, además, sin que ello le cueste a usted nada en absoluto.
—¿De qué se trata? —una chispa de esperanza brotó en el corazón de la joven.
—Poseo una clínica privada en un pueblo cercano y mediante un sistema de mi invención puedo injertarle la piel de una muchacha que acaba de morir. Ella sabía que su fin estaba cerca y aceptó donar la totalidad de su piel para un caso desesperado como el suyo. No tema, acabo de realizar las pruebas pertinentes y no existe peligro alguno de rechazo. Pero tiene usted que decidirse rápido, si hay que hacerlo tendremos que realizar la operación en un plazo máximo de dieciocho horas, antes de que el cuerpo de la donante se descomponga, o no servirá de nada. ¿Qué decide usted?
—Yo... —Amelia trató desesperadamente de tragar saliva por su reseca y entumecida garganta, conmocionada por el horror de su propia situación—. ¿Está usted seguro de que al final quedaré bien?
—Perfectamente —Ezequiel sonrió sin alegría mostrando un rostro avejentado repleto de arrugas—. Quedará usted como nueva, se lo garantizo.
—Está bien, acepto —la joven sintió una comezón creciente por todo su cuerpo mientras su mente parecía caer en un abismo sin fondo.
—No se arrepentirá, de veras —el médico pareció alejarse en la distancia, empequeñeciendo su figura mientras la voz se hacía casi inaudible—. Hoy empieza para usted un futuro repleto de esperanza, ya lo verá.
Una punzada de dolor acompañó a Amelia de regreso a su inconsciencia.
Tres semanas más tarde el doctor Ezequiel quitaba con delicadeza las vendas que envolvían el rostro de la joven mientras ésta notaba su corazón latir salvaje en el pecho. Todavía resultaba muy vívido para ella el infierno de interminables operaciones a las que se había visto sometida en aquella clínica privada situada en Albiac, un pequeño pueblo perdido entre las montañas aunque a escasas horas de la ciudad. Amelia había permanecido internada en una habitación de aquella clínica sin ver a nadie y todavía ignorante del resultado de aquel prolongado martirio.
—¿Cómo ha quedado? —preguntó ansiosa mientras el médico la observaba con ojos intensos tras quitarle la última venda.
—¡Perfecto, lo hemos logrado, ha quedado perfecto!
Amelia se alzó de un salto y se acercó al espejo dominada por una enorme excitación. Cuando contempló su rostro reflejado en la bruñida superficie lanzó una exclamación de sorpresa.
—¡Pero si estoy como nueva! —exclamó alborozada— Incluso diría que ahora soy más guapa y todo. ¡Qué piel tan suave y maravillosa, me siento realmente divina! ¡Gracias, doctor, es usted maravilloso!
—Bueno, el mérito no es sólo mío, también hay que agradecérselo a la donante.
Amelia dejó de contemplarse en el espejo y se volvió hacia el galeno.
—¿Quién era ella? Usted no me lo ha dicho nunca.
—Es... era mi hija —Ezequiel se puso repentinamente serio.
—¡Su hija! —La joven contempló al otro con incredulidad.
—Tenía una malformación hereditaria, no pudimos hacer nada por salvarla —el hombre habló en voz muy baja, casi sin fuerzas—. Dios sabe que lo intenté todo, pero fue inútil. Por eso, cuando ella comprendió que su final era inevitable, me donó su piel. Quiso que yo pudiera salvar al menos una pequeña parte de ella, darle una nueva vida.
—¡Dios mío!
—Ahora sólo le imploro a usted una cosa: no se acerque por nada del mundo al cementerio del pueblo, incluso es mejor que se vaya de las inmediaciones. Ella está enterrada allí y su cuerpo sin alma puede sentir la llamada de la piel, lo sé. Entonces, como un monstruo irracional, se alzaría de su tumba para reclamar lo que es suyo. Aléjese del pueblo, regrese a la ciudad y viva su vida sin acercarse jamás a este lugar.
Amelia parpadeó desconcertada en medio de la habitación mientras contemplaba al pobre hombre con desconcierto. Sin duda el médico no estaba muy en sus cabales, todo aquel asunto debía de afectarle de forma profunda trastornando su raciocinio.
—Lo que usted diga —dijo al fin mientras volvía a mirarse en el espejo.
Qué importaba después de todo. No pensaba volver a poner los pies en aquel lugar nunca más, quería marchar lejos y disfrutar de la vida. Dios le había dado una segunda oportunidad y no pensaba desperdiciarla.
—¡Albiac, quieres que vaya a Albiac!
Su jefe la miró de hito en hito y luego sonrió.
—Bueno —dijo enarcando las cejas—, ya sé que no es el centro del mundo pero por algún lugar hay que empezar. Sólo será una temporada, mientras reorganizas la red de ventas en la comarca y creas una cartera de clientes. Luego accederás a una jefatura de zona en la capital, te lo prometo. ¿No me crees?
—No, no es eso —Amelia se sintió azorada sin saber cómo seguir—. Sólo es que tengo malos recuerdos de ese pueblo. Pasé una buena temporada en la clínica que hay en las afueras y me juré no volver nunca más por allí.
—¡Ah sí, tu famoso accidente! —el jefe rió divertido—. Pues yo había pensado en ti creyendo que les estarías agradecida, te dejaron como nueva.
—Y lo estoy —ella sonrió a su vez—. ¡Qué demonios! Tienes razón, claro que no pasa nada. Voy a ir a Albiac y realizaré ese trabajo.
—¡Pues claro, mujer! No se va a morir nadie por eso.
Alquiló una casa con jardín en las afueras por un precio muy módico. Apenas paraba en el pueblo pues sus clientes la obligaban a desplazarse de un sitio para otro. Llevaba dos días yendo a la casa sólo para dormir cuando, a atardecer del tercero, los faros de su coche iluminaron la figura del doctor Ezequiel al enfilar el camino hacia el garaje. Amelia lanzó una imprecación en voz baja mientras aminoraba la marcha, pues había tenido la esperanza de que el galeno no se enterara de su estancia en aquel lugar.
—Hola, doctor Ezequiel, ¿cómo le va? —gritó con falsa alegría sacando la cabeza por la ventanilla y deteniendo el vehículo a su altura.
—¿Por qué ha regresado?
—Sólo estoy de paso —la joven se puso a la defensiva—. Pienso marcharme en tres o cuatro días, ya casi tengo acabado mi trabajo en esta zona.
—¡Maldita sea! —el hombre apretó los puños con rabia y la miró huraño—. ¿Por qué no me ha hecho caso? Ella sentirá su presencia en el lugar, ya la debe de haber sentido. Vendrá a por usted, no lo dude, reclamará la piel que le arrebató. ¿Es que aún no lo comprende, estúpida? ¡Vendrá a arrancarle la piel!
—Yo... —Amelia se estremeció a su pesar—. Es tarde, será mejor que se vaya a su casa. Buenas noches, doctor.
La joven aceleró el vehículo y se alejó de la inmóvil figura del médico. Notando como el corazón golpeaba en su pecho con frenesí condujo el coche hasta el entoldado de uralita que le servía de garaje y frenó con brusquedad. Entonces desconectó el motor descendiendo apresuradamente del vehículo y corrió hacia la casa. Cuando estuvo ante la puerta principal la abrió con nerviosismo y penetró en el interior cerrando velozmente a sus espaldas. Sólo entonces se permitió un suspiro de alivio y espió por la mirilla hacia fuera. Ezequiel ya no estaba en el camino, sin duda se había marchado.
Dominada por una fuerte agitación corrió a la cocina y se preparó una cena frugal. Lentamente recuperó la calma y trató de olvidar el desagradable incidente. Mientras se tomaba el bocadillo con leche que se había preparado puso la radio para calmar sus nervios. Una música suave se dejó oír y Amelia sonrió aliviada. El mundo parecía volver a girar con normalidad ante ella.
—"Interrumpimos este programa para darles una noticia de última hora. Al parecer una persona o un grupo de personas desconocidas han realizado un acto sacrílego en el cementerio de Albiac. La tumba de una mujer, Ana Ezequiel, muerta hace dos años, ha sido salvajemente violentada. El féretro ha sido encontrado por el vigilante del cementerio, abierto y sin rastro del cadáver. A estas horas la policía municipal no ha encontrado todavía los restos y se está realizando una minuciosa batida por todo el sector. Seguiremos informando en cuanto nos lleguen nuevos datos".
Amelia casi se atragantó a oír la noticia. ¿Sería posible que...? ¡No! Sin duda era pura casualidad o tal vez el médico había perdido del todo la chaveta. Asustada, la joven apagó la radio, atrancó la puerta y subió a su dormitorio. Una vez en la cama se tomó un sedante y trató de dormir. Sin duda vería las cosas mucho mejor a la luz del día.
Horas más tarde un crujido en la escalera la despertó. Era la hora de morir.
—¿Quién anda ahí?
La potente luz del foco hendió la oscuridad mostrando tras el volante el pálido rostro del doctor Ezequiel. El hombre parpadeó bajo aquella cegadora claridad y se llevó instintivamente una mano a los ojos.
—¡Oh, doctor, es usted! —el policía se la acercó bajando la linterna—. Nos viene usted de perlas, pues acabamos de encontrar el cadáver desaparecido y puede echarle un vistazo. Por cierto que el fiambre estaba muy bien conservado si tenemos en cuenta que llevaba dos años bajo tierra.
—¡José, imbécil, cierra esa condenada bocaza tuya! —El jefe de policía surgió de entre las sombras y le arreó un manotazo a su ayudante—. Dispense a José, doctor, Él es nuevo en el pueblo y no sabía que se trata del cuerpo de su hija.
—No importa —Ezequiel se pasó una temblorosa mano por la frente perlada de sudor—. Pero no puedo detenerme, llevo a una paciente al hospital. Mi prioridad está con los vivos, compréndalo.
—¡Desde luego! —el jefe iluminó el trasero del vehículo donde una forma yacía estirada sobre el asiento—. ¿Es grave?
—Quemaduras —murmuró el médico—. Tengo que operar enseguida, injertar la piel de nuevo, hacer que reaccione. La salvaré, juro que la salvaré. No fallaré esta vez.
—Bueno —el policía retrocedió asombrado ante la vehemencia del otro—. ¡No pierda usted el tiempo, aquí no nos hace falta!
Ezequiel aceleró el vehículo y partió a toda velocidad seguido por la mirada inquisitiva del municipal.
—¡Qué tipo tan extraño! —murmuró al lado su ayudante— ¿Por qué no llevaba a la enferma en una ambulancia?
—Porque sería una emergencia, idiota —su superior se volvió hacia él con indignación—. En vez de hacer preguntas estúpidas sería mejor que descubrieras quién demonios ha sacado a pasear a ese cadáver.
—Jefe —un nuevo policía se acercó a ellos—, hay algo que no encaja. Yo he estudiado medicina, ya lo sabe.
—¿Y qué?
—Pues que el cuerpo que hemos encontrado es el de una mujer joven que ha muerto recientemente. Acabo de examinarlo y alguien le ha clavado un instrumento punzante en el corazón. Y eso no es lo peor: a la pobre la han despellejado como si fuera un conejo. Nunca había visto nada parecido, con razón creíamos que semejante guiñapo era el cadáver del cementerio. ¡Está irreconocible!
—¡Mierda! ¡Ahora también un asesinato!
—¿Cree usted que Ezequiel llevaba el cuerpo de su hija en el coche? —José se acercó para cuchichear al oído de su superior.
—¡No digas tonterías! La pasajera que llevaba Ezequiel se movía. No he podido ver su rostro, pero los ojos estaban muy vivos, se notaba un gran dolor en ellos. Hasta se me ha puesto la piel de gallina.
El jefe no lo supo, pero en sus palabras estaba la clave de lo ocurrido.
La piel.
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